Si escucho hablar a alguien de comida peruana, de inmediato se viene a mi cabeza el recuerdo de una gastronomía sabrosa, condimentada y muy familiar. Claro, Santiago está lleno de restaurantes de comida peruana. El infaltable Ají de Gallina, las Papas a la Huancaína y el Suspiro Limeño se han hecho parte ya del menú cotidiano de los chilenos. Pero esta vez tuve una experiencia diferente.
Tuve la suerte de ir a comer a Hijo del Sol, en Vitacura. Para comenzar, me llamó mucho la atención dos grandes esculturas que tienen en la entrada, comportándose cual guardianes incas de mi antojo de gula. En las paredes, unos atractivos cuadros en relieve llamaron por completo mi atención. Los observé unos minutos y parecían cobrar vida. Son de una artista peruana.
Los garzones me hicieron sentir en casa. Amables como sólo los peruanos saben serlo, serviciales, corteses y educados. Daban gusto.
Comencé probando un par de tragos típicos del restaurante. El Arándano Sour y el Machuca Fuerte con frutillas, ideales como aperitivo antes de comenzar con el gran banquete.
La comida se inició con una entrada gloriosa. Parecía una obra de arte, y lo era, culinariamente hablando. Un Piqueo Frutos del Mar tuvo la ardua tarea de abrir mi paladar para comenzar a disfrutar. Tal maravilla consistía en un Cóctel de Camarón, Ceviche Mixto, Tiradito de Reineta en salsa de Ají Amarillo, Tiradito de corvina y Pulpo al Olivo. Sofisticado, rico y fresco.
Mi velada siguió con un desfile de 3 platos (que, por supuesto, no comí sola) los cuales hicieron aflorar mi sentido del olfato, de la visión y, prontamente, el del gusto. Un Lomo Saltado se posaba frente a mí, jugoso y tentador. A su lado, un Salmón en Ají Amarillo acompañado de Risotto a la huancaína. Hicieron una fista en mi paladar. Luego, una Reineta a lo Macho adaptado al paladar nacional, o sea, no tan picante culminó mi experiencia con los platos centrales. ¿Algo más podría seguir fascinándome? Sí, había algo más.
Para borrar de mi boca el sabor de aquellas sabrosas preparaciones se posaron frente a mí dos postres celestiales. Una torta Hijo del Sol (había que probar algo con nombre de la casa) a base de naranja y coco y una Panna Cotta de Mango, refrescante y de textura suave.
Me fui feliz, ansiosa por volver. Comer es una experiencia que te tiene que dejar satisfecho en todos los sentidos. Es vivir, es disfrutar, es gozar, es probar. Le doy las gracias al chef Isidro Valverde por poner tanto amor y preocupación en sus platos. Lindos, sabrosos. Para volver a vivirlo una y mil veces más.
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